El modelo institucional de la Unión Europea, orgullo de integración normativa, monetaria y social, está siendo puesto a prueba por una realidad internacional que ya no puede ser ignorada. Mientras los pilares del orden global crujen por el ascenso de nuevas potencias, conflictos armados y el ocaso del multilateralismo, la UE enfrenta su “momento Mackinder”: el desafío de reconocer que el poder global no se estructura solo en torno a las normas, sino en la proyección estratégica, el realismo y la capacidad militar.
Durante décadas, el sueño europeo de extender su esquema posnacional y de gobernanza multinivel fue visto por sus arquitectos como un posible camino hacia la paz perpetua, en términos kantianos. La eliminación de fronteras internas, la consolidación de una moneda común y la creación de instituciones supranacionales marcaron hitos únicos. Pero esa fortaleza normativa e institucional no alcanzó para darle a Europa el estatus de potencia completa en el escenario internacional.
En política interestatal, las potencias no sobreviven solo por su diplomacia o modelo de convivencia. Ninguna potencia relevante en la historia alcanzó su condición sin una sólida capacidad de defensa y proyección estratégica. Atenas, Venecia, el Imperio Romano Germánico: todas combinaron orden institucional con fuerza militar. La UE, en cambio, delegó históricamente su seguridad en Estados Unidos, el “pacificador americano”, como lo llamó el politólogo John Mearsheimer.
Tras la Segunda Guerra Mundial y, más aún, después de la caída del Muro de Berlín, Europa transitó un largo período sin guerras en su territorio, algo inédito según los estándares históricos. Esa paz reforzó la idea de que el conflicto interestatal era cosa del pasado y que bastaban los tratados y las instituciones para garantizar estabilidad. En ese marco, los libros blancos de defensa de la UE omitieron la posibilidad de guerras entre Estados en su propio continente, incluso cuando la tensión ya se gestaba en Ucrania.
Los dirigentes europeos, mayoritariamente formados en contextos de globalización y cooperación internacional, no entrenaron ni ejercitaron el pensamiento estratégico. Según análisis recientes como el de Stefan Theil en Foreign Policy, esa falta de realismo facilitó errores de cálculo fundamentales. El caso ucraniano lo evidencia: la diplomacia europea nunca logró –ni pareció intentar– disuadir a Ucrania de avanzar hacia la OTAN, una estrategia que, en el marco de la rivalidad con Rusia, resultó explosiva.
La anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014 fue la primera alerta seria sobre el fin de la zona de confort. La guerra silenciosa en el este de Ucrania, las tensiones por el retroceso multilateral, la pandemia, el auge chino y, finalmente, la invasión rusa de 2022, desnudaron la incapacidad europea para reaccionar con autonomía estratégica. La UE, potencia normativa, no fue capaz de prevenir ni contener un conflicto interestatal en su patio trasero.
La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos intensificó la necesidad de una revisión profunda. Su actitud hacia la OTAN y su concepción transaccional de las relaciones internacionales obligaron a Bruselas a tomar conciencia: el paraguas estratégico estadounidense ya no es garantía incondicional. Es aquí donde, paradójicamente, Trump podría representar para Europa lo que Truman significó tras la Segunda Guerra Mundial: una oportunidad para repensarse a sí misma.
La pregunta ya no es si Europa puede seguir creciendo desde su institucionalismo, sino si puede hacerlo mientras reconstruye capacidades militares y desarrolla una doctrina estratégica coherente. La guerra moderna, en palabras de los militares chinos Qiao Liang y Wang Xiangsui, es una “guerra sin restricciones”, y la UE, como bloque, aún no parece preparada para enfrentar amenazas híbridas, cibernéticas y convencionales con el mismo nivel de respuesta.
El profesor Mark Gilbert retoma la idea del geógrafo británico Halford Mackinder, padre de la geopolítica moderna, para advertir que Europa se enfrenta a una encrucijada. Si no incorpora la dimensión geoestratégica a su estructura de poder, si no acepta que las potencias se definen también por su capacidad de defensa, corre el riesgo de volverse irrelevante en el nuevo reparto global de poder.
No se trata de renunciar a los logros del proceso de integración, sino de asumir que esos logros deben ser protegidos activamente, incluso por medios que la UE evitó durante décadas. La diplomacia, sin fuerza detrás, es mera declamación, y los europeos, tras años de complacencia, están empezando a aprender –o mejor dicho, a reaprender– las duras lecciones de la historia.
F: gs (foreign policy)