La región del Ártico, históricamente olvidada en los grandes análisis geopolíticos, se ha transformado en una pieza clave del nuevo ajedrez estratégico global. En este segundo repaso del “High North”, el enfoque se dirige hacia las tensiones que crecen a la par del deshielo, y las ambiciones –territoriales, económicas y militares– que convergen bajo temperaturas bajo cero. El espacio helado, más que una frontera, es hoy una encrucijada de intereses entre potencias circumpolares y actores extrarregionales.
La cresta de Lomonosov, una cordillera submarina que cruza el Polo Norte, se ha convertido en el punto de mayor fricción entre Rusia, Canadá y Dinamarca. Todos ellos presentaron reclamos ante Naciones Unidas para ampliar sus Zonas Económicas Exclusivas (ZEE) más allá de las 200 millas náuticas, con el objetivo de asegurarse derechos sobre los recursos del lecho marino.
La disputa no es meramente geográfica. Bajo esos hielos reposan hidrocarburos, minerales y tierras raras aún inexplorados. El eventual acceso a esas reservas es lo que convierte al Ártico en una zona de tensiones latentes y potenciales conflictos, más aún en un contexto donde la transición energética demanda justamente los elementos que el Ártico promete.
El deshielo del Ártico ha dado lugar a nuevas rutas marítimas que acortan drásticamente el tiempo de navegación entre Asia y Europa. Pero el control sobre esos pasos no está resuelto. Canadá considera que el Paso del Noroeste es parte de sus aguas internas, mientras que Estados Unidos y la Unión Europea lo ven como un corredor internacional. A la par, Rusia reclama autoridad sobre la Ruta del Mar del Norte, apoyándose en su vasta línea costera ártica y en una red militar que ha sido reforzada en los últimos años.
La ausencia de un marco legal consensuado sobre estos corredores podría derivar en fricciones diplomáticas o incluso incidentes, en un momento donde el volumen de tránsito empieza a incrementarse, aunque aún no lo suficiente como para considerarlas rutas plenamente comerciales.
Desde que se autodefinió como “Estado casi ártico” en 2018, China viene desplegando una estrategia doble en la región. Por un lado, mantiene un discurso de cooperación científica y ambiental. Por el otro, ejecuta maniobras de claro corte estratégico, como el uso dual de estaciones de escucha submarinas, la inversión en puertos polares y la proyección de satélites sobre la zona, todos ellos con fines que podrían incluir usos militares en el futuro.
Su flota aún no tiene presencia significativa en el Ártico, pero las señales son claras. La alianza con Rusia, sellada con un memorando en 2023 entre sus guardias costeras, apunta a estrechar el vínculo de seguridad en la región, aunque sin especificar acciones concretas.
En este tablero congelado, Rusia lleva la delantera militar. Ha reactivado antiguas bases soviéticas, ampliado su flota de rompehielos y realizado ejercicios conjuntos en la zona. Moscú busca consolidar su posición como potencia ártica dominante, en un momento donde su conflicto con Ucrania agota recursos y presiona su economía.
La militarización genera preocupación en los otros siete Estados árticos, todos hoy miembros de la OTAN tras el ingreso de Finlandia en 2023 y Suecia en 2024. Este cambio altera de forma estructural el equilibrio geopolítico del Ártico: ahora, Rusia está sola frente a una alianza atlántica que rodea la región.
La importancia de Groenlandia, territorio autónomo del Reino de Dinamarca, es estratégica por múltiples razones. Allí se ubica la Base Espacial de Pituffik, antigua Thule, fundamental para el sistema de alerta temprana y vigilancia espacial de Estados Unidos. A su vez, forma parte del triángulo GIUK (Groenlandia-Islandia-Reino Unido), eje de defensa clave desde la Guerra Fría para controlar el acceso naval ruso al Atlántico.
Además, Groenlandia ocupa una posición central en dos futuras rutas árticas: el Paso del Noroeste y la Ruta Marítima Transpolar. Aunque ambas aún no son viables comercialmente, su proyección a mediano plazo aumenta el valor geopolítico de la isla.
Pero quizás su activo más codiciado sean sus reservas de minerales críticos, especialmente elementos de tierras raras (ETR) necesarios para tecnologías renovables, baterías y defensa. Mientras China domina el 90% de la cadena global de ETR, Groenlandia ofrece a Occidente una alternativa estratégica. Sin embargo, su desarrollo enfrenta obstáculos ambientales, sociales y de infraestructura. Solo dos minas están activas y el rechazo local a la minería de uranio frenó proyectos clave financiados por China.
Desde 1996, el Consejo Ártico ha sido el único foro de diálogo multilateral sobre desarrollo sostenible y protección ambiental en la región. Pero la invasión rusa de Ucrania debilitó su funcionamiento, y las reuniones quedaron suspendidas por el boicot al rol ruso. Esta parálisis afecta la gobernanza cooperativa del Ártico justo cuando más se necesita.
En este vacío, Estados Unidos ha intensificado su interés, en parte reactivado por la retórica de Donald Trump, quien en su mandato propuso la compra de Groenlandia, generando fricciones con Dinamarca. Si bien esa idea fue desestimada, el mensaje estratégico es claro: Washington no puede permitirse perder influencia en un escenario que cobra cada vez más protagonismo global.
El Ártico ya no es periferia. Es centro. Los próximos años definirán si esta región puede sostener una dinámica cooperativa basada en la ciencia, el desarrollo sustentable y la diplomacia, o si pasará a ser otro frente más de rivalidades estratégicas abiertas, en un contexto internacional cada vez más fragmentado.
F: gs (bbc, foreign policy)